Somos el olvido que seremos

Ya somos el olvido que seremos. /El polvo elemental que nos ignora… /Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y del término, la caja,/la obscena corrupción y la mortaja, los ritos de la muerte y las endechas. (Jorge Luis Borges.)


Todos cuando nacemos venimos al mundo con la promesa de nuestro fin, de que todo lo que construyamos terminará, no sabemos cómo, mucho menos cuándo, pero sí que ha de concluir. En el transcurso de nuestra permanencia hemos de recolectar, sin discutir aún si consciente o inconscientemente, aquellas cosas que han de proporcionarnos una certeza de que hemos vivido.
Esta recolección se llama recuerdos y se configuran bajo el nombre de memoria, de esta idea nace la pregunta ¿qué sería de las personas sin los recuerdos?  ¿Se encontraría bajo “la intolerable opresión de lo sucesivo”, del devenir?

La memoria es un enjambre de sensaciones, sentimientos e imágenes, que se entrecruzan en nuestro pensamiento llevándonos a experimentar aquello que una vez vivimos, rememoramos lo que fue alguna vez, que se presenció, que nos hace sentir parte de una existencia cierta y veraz. Este ejercicio de recordar nace de la necesidad de sabernos presentes en la realidad, de caminar por la certeza del ser ahora.

 En lo sublime del recuerdo (por que se vale sólo de lo vivido para configurarse como tal) existe una comprensión de que la mente no se basta a sí misma para recordar en su versión puramente abstracta, por lo que a través de la observación más o menos consciente de nuestra vida hemos caído en cuenta de que algo  de nosotros queda en las persona y objetos  con las que interactuamos y si hemos de compartir con otros es indudable que en nuestros recuerdos, con más o menos detalles, se encontrarán ellos y que en los recuerdos de ellos, con más o menos detalles, estaremos nosotros.

La vorágine del recuerdo genera mecanismos de conservación como la fotografía, los dibujos y las cartas entre otros, es un sistema de permanencia creado por las personas para recordar y si hablamos de recordar, ¿qué etapa de la vida de las personas genera tanta necesidad de recordar como la muerte  que es puro recuerdo? Luego, el recuerdo se convierte en una lucha constante entre el hoy y el ayer, ese ayer con la persona que hoy está  ausente, esa persistente vuelta hacia atrás, hacia la búsqueda del otro.

En estos marcos es donde dos artistas visuales, Virginia Ramírez y Yudith García desarrollan su trabajo artístico bajo una misma morada, la memoria, pero desde espacios diferentes siendo para una la ocupación y apropiación del espacio íntimo, el hogar, y para la otra la aproximación aurática a los rituales mortuorios yacientes en los cementerios.

Ramírez presenta una instalación escultórica donde los objetos  de uso diario en el hogar son el soporte para su obra, éstos obedecen a un contexto estético de la clase media, media baja,  donde la  recolección  de recuerdos y acumulación de los objetos del recuerdo se hacen más latentes.

Sin la intención de hacer un trabajo biográfico, utiliza fotografías del matrimonio de sus abuelos las que transfiere a unos platos de loza, logrando un traspaso fragmentado como citando las deficiencias de la memoria que se compone de trozos de pasado que pueden ser comprendidos dentro de un gran conjunto.  Su relación con este lugar de habitabilidad nace de la observación de que el hogar es una materialización de la identidad que conformamos, construimos y apropiamos pero que sin duda también nos conforma, construye y apropia. Podríamos decir entonces, que nuestra relación con este espacio es simbiótica, de interdependencia pues una casa no sería más que la configuración de materiales dispuestos para ser habitados si no contuviera nuestros días tristes y cansados, nuestra rabia y  nuestros amores, en fin, la desenvoltura total de nuestra existencia.

García por su parte presenta una instalación en la que persigue una interacción del espectador con su trabajo donde éste experimente, acaso en una mínima parte, el aura que contienen los ritos mortuorios. Busca provocarnos o recordarnos lo que simbólicamente subyace en la muerte y que encuentra su concreción a través de objetos o cachivaches que van haciendo del nicho mortuorio un lugar agradable donde vivir, y sí, decimos vivir porque no es para  los muertos sino para aquellos que aún  permanecen aquí como si en nuestra propia confortancia pudiéramos  reanimar, consolar, vivificar, reconfortar, esperanzar, fortalecer,  levantar a  aquellos que ya no están.  

Es así como Virginia Ramírez trabajando desde la morada inicial que es el hogar y Yudith García  desde nuestra  morada final que es el  cementerio, convergen su mirada en la memoria que es consecuencia del inexorable paso del tiempo del que de ninguna manera podemos huir pero sí apropiar a través de los recuerdos como una resistencia a develar que “ya somos el olvido que seremos”.



Loreto Sánchez y Paulina Márquez.